domingo, 15 de abril de 2012

La casa de los niños perdidos

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Ocurrió hace años, sin embargo aún mantengo un exacto recuerdo de los hechos. Todos entraban a su casa, los conocidos, los desconocidos, los que tenían un nombre, los que sólo tenían una hermosa sonrisa, de esas que te hacen recordar el ocaso de la felicidad y ahí estaba ella... La chica Gin gin, con su mirada colocada en el centro de la acción, sonriendo como si ya de antemano ella supiera lo que ocurriría luego de que se terminará la botella.
Fuera de ser una femme fatale, Gin gin simplemente giraba con el peso del tiempo de un lugar a otro, hasta que la pesadez de su cuerpo, aún informe, se constituyera con el peso de otro ser que deambulara por las mismas coordenadas donde sus delirios se encontraran.
Cada noche, las risas se escuchaban desde los diversos rincones de la casa. El chocar de los vasos y de las botellas eran la cantaleta: la canción de cuna de los invitados. Gin gin, la Wendy de los cuentos para niños, la lolita desfasada ya por el peso de las experiencias, aguardaba el instante para poder ver el ocaso, el que fuera, el de la ciudad, el de su vida; el de la fiesta y el de sus invitados, incluidos claro.
Sin embargo no hay ocaso digno de contar sin un preludio excitante, sin algo que nos conduzca al deseo de la explosión.
Ahí como en otra noche, la acción se concentraba en el vibrar de las cuerdas vocales de algunos que recitaban la oda a la felicidad infantil; las horas apremian cuando en la mesa ya sólo quedan dos cervezas y no hay los suficientes recursos para ir por la siguiente carga. Y ahí estaba ella, ahí con nosotros, viendo como la vida está a punto de aparecer para el fin que a cada uno le venga en gana, para sonreírse con ella y verla a la cara, para escupirla y pensar en lo que no será posible... o simplemente para esperar el cenit.
La música sonaba bien fuerte, como si los chicos se hubieran convertido en ancianos y no pudieran escuchar con claridad lo que ocurre en su entorno. Quizá son los acercamientos con el final lo que nos hace sentir más vivos y mientras sucede, a nadie le viene mal unos decibeles que nos hagan disipar el sentido de las palabras que pronunciamos mientras apuramos el trago en turno. Y así fue, hasta que sólo quedaba una cerveza, y cuatro chicos  además de ella. Los otros yacían fundidos sobre la alfombra de la sala, como un conmovedor estampado de caritas soñolientas, babeantes incluso. Sus facciones formaban patrones de la inocencia encontrada de nuevo,  sólo los seres más despreciables mientras duermen no poseen un rostro cuasi angelical. Los cuatro chicos esperaban la venida de los primeros rayos del sol, con un ojo viendo la botella y el otro en el centro de sus sueños, lo que hacía que uno a uno comenzará a balbucear lo que les haría felices. El sexo e incluso la fama, estuvieron presentes en el registro de la sonata atonal en plena madrugada. Afuera los sonidos de la noche empezaban a enrarecer la habitación, pues el mundo fuera de la casa era el significado de la pesadez del ser, la nula vida que aborda una patrulla y restringe el paso al deseo de vivir tranquilo. La cumbia de los tugurios cercanos y la oscuridad disipada por las luces, conducían a un deseo de no querer salir nunca de esa casa... pero la botella iba a la mitad.
Media caguama y todo el peso de la otra vida, la real, ingresaría con todas sus fuerzas hasta el lugar donde ellos yacían. Gin gin ya sentía ese calor que se difumina en toda la extensión de su cuerpo una vez reposado el liquido ambarino. La cálida sensación de sentir que el cuerpo no puede seguir flotando todo el tiempo, que necesita un ancla para sostenerse o por lo menos, otro cuerpo que comparta el agobio de ver pasar los años y no entender de qué demonios se trata esto.
Y entonces ocurrió, el chico de a lado dio un trago tan grande que sólo quedaba quizá un tercio de lo que le cabría a un vaso común; los otros dos lo miraron con recelo, primer síntoma de que el viaje de retorno comenzará en unos minutos, pero Gin gin miraba aún hacía adentro, estaba colocada.
Siguieron hablando, el gesto típico  para alejar a la realidad o prolongar la existencia. Ya no tenía sentido el discurso, que si la poesía de fulanito, que las piernas de esa chica, -cúal, ¿la que iba con nosotros en la clase?- que si no hay futuro, que si mis papás no entienden las expectativas que tengo con mi escritura, -wey, ¿sigues escribiendo cuentos?-, que si las piernas de la chica estaban chidas, -qué te pasa, estaban  medio chuecas- que si no lees a Joyce en inglés no lograrás entenderlo, y así se fueron vertiendo las últimas horas, hasta que Gin gin tomó la botella y luego de ese último trago, el amanecer entró por la ventana iluminándola, dejando traslucir el líquido ambarino que ella había tomado.
Yo salí del baño, los brillos despertaron a los demás que aún roncaban. Ella salió al balcón, miró la calle, con los barrenderos y la  hora de las mañanitas de fondo y se fue levitando, lejos de la casa de los niños, dejándonos con la sensación de correr y escondernos.




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