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Cada cierto tiempo el mundo del arte nos integra a nuevas experiencias estéticas. La historia del siglo XX es la historia de una producción artística rica en propuestas que ayudaron a traducir los cambios sociales, políticos e incluso económicos de las diversas generaciones que hicieron eco más allá de las planicies intelectuales. Susan Sontag en su ensayo editado en 1965, Una cultura y la nueva sensibilidad, expresaba esta necesidad de encontrar no sólo nuevas formas estilísticas, sino también la emergencia de encontrar espacios y públicos que pudieran sumarse a los lenguajes revolucionarios; el quehacer artístico es denotado como una propuesta política donde resulta necesario romper con los ejes de representación sobre los cuales fueron cifrados los cimientos de la cultura occidental. Tres años antes de 1968, la propuesta de diversos creadores toma un rumbo que ayudó a determinar el contexto sociopolítico del mundo en general.
Contemporáneamente podemos leer la propuesta de Sontag con las mismas interrogantes y las mismas necesidades de aquel tiempo: romper paradigmas y enfrentarnos a la búsqueda de otras fronteras e intersticios que ayuden a configurar la cartografía social. En el caso de nuestra literatura, podemos ver a la escritura fragmentaria como una apuesta, nada nueva, por identificar la función del tiempo en el que nos encontramos. El fragmento encuentra en este instante una congruencia, no sólo estilística, sino social donde los lectores se encuentran más acostumbrados a leer mosaicos, recuadros que expresan la historia contemporánea. Valeria Luiselli en su novela Los ingrávidos (Sexto piso, 2011), señala que el mundo editorial pide novelas de largo aliento, sin embargo dado el tiempo en que vivimos, por ejemplo su personaje Narradora no tiene tiempo para escribir de otra forma, resulta una tarea exógena el poder escribir novelones.
No hablamos de escrituras mínimas, de microficciones, haikús o aforismos, sino de estructuras flexibles que se adaptan a las nuevas formas lingüísticas e incluso a las maneras de vivir cotidianamente. Parece ser que el público interesado en leer esta literatura se encuentra en los espacios urbanos donde el tiempo es un rizoma que si bien soporta todas las actividades a las cuales nos enfrentamos, la ramificación consigue concretar, aún en fracciones, un todo, un espacio social.
La experiencia estética que produce la literatura fragmentaria podría leerse incluso, como un soporte congruente con la forma de habitar el mundo, un lugar que suprime la experiencia e introduce al lector a una experimentación, concertándolo como un actor social.
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