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Con la ola roja, esa que a todos nos salpica, se deslavan los recuerdos, se pierden los nombres, se escucha el ruido blanco del conjunto de sollozos. Ya no me acuerdo hace cuanto que no podemos hablar de otra cosa que no sea de la muerte. Si ya sé que lo llevamos en la sangre, en los huesos, en el corazón, para qué desmentir nuestros orígenes, por ambas partes, de esa cultura particularmente violenta y mortuoria.
Con qué motivo repensar en todos los muertos que fundaron nuestro país, todos los cuerpos desgajados y tirados a los fosos del olvido, a las fauces de los perros rabiosos. Para qué, si no hay día que la historia vuelva, que del río de la vida se expulsen cientos de seres de los que nadie sabe nada, si acaso, la tenebrosa leyenda del delito les pone una identificación que el machete y los tiros han borrado de los desechos corpóreos.
Para qué pensar sobre el campo santo en el que nos movemos, en el Páramo en que se ha convertido mi casa, mi tiempo. Sólo huesos, en el desierto; en los camiones, en los ríos, en las mansiones, en las fosas tan vacías de palabra, de aliento. Todo se convierte en barro reseco que cubre los restos, de los indígenas, las mujeres, de los chavos, de los viejos, de los niños, de los migrantes, de todos nosotros que hemos sido envueltos por el miasma del capitalismo salvaje.
Somos en el mejor de los casos, espectros. Justinos que se voltean al grito ya tantas veces citado en hoja viva, en carne muerta. Tierra de nadie, de todos; tripas desperdigadas por las banquetas, las avenidas, los casinos, los moteles, los tables.
Mujeres que buscan a sus esposos, vientres que darán a luz sin reconocer al padre. "Te miraran a la cara y creerán que no eres tú. Se les figurará que te ha comido el coyote, cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron." No hay suficientes altares, ni siquiera veladoras suficientes para encontrar la verdad. Hacen falta tantas palabras, océanos de lágrimas, campos enteros de flores, atmósferas de incienso para aliviar la multitudinaria pena...
De la tierra conocida, ya no queda nada. Las novelas baten sus negras alas en nuestra realidad. Los tiros, el polvo blanco, el ruido rojo, la linfa salitrosa, las quedas lágrimas, los pesados gritos, el conjunto nos lo devuelve la tierra, todo menos el recuerdo. Los nombres, las últimas palabras, los sueños perdidos, la patria, todo el dejo de esperanza se lo traga la justicia evanescente. Las partes del todo se transforman en la tierra recibida, en esa en donde ni las raíces de los huesos han quedado.
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