Los objetos son inertes y sólo tienen significado en función de la vida que los emplea.
Paul Auster
Cada cuatro años por estas fechas en el mundo, sobre todo en los medios, no se habla de otra cosa que no sean las olimpiadas. Para ser franca nunca me han llamado la atención. Tampoco entiendo el sentido que la sociedad le da al evento, o la condición simbólica otorgada a una medalla como símbolo nacional, como una presea que toda una nación gana.
La mayoría de los ciudadanos sabemos que cuando algún deportista de mi país gana alguna presea de los tres metales nobles, es un objeto ganado por el trabajo que la deportista logró en conjunto con sus entrenadores. No hay más sobre la pista, sino la falta de una política del deporte capaz de refrendar con el trabajo, la entrega de recursos, la calidad, pasión y estrategia para concebir ese éxito. Cuando la situación, en un remoto instante, ocurra, quizá pueda admitir que cada medalla es un trabajo en conjunto: un símbolo de identidad.
Sin embargo, mi padre celebraba con deleite estas fechas. Era una fiesta donde él se sentía incluido. Mi padre me inculcó, por así decirlo, el placer de ver en la pantalla negra puntitos de deportes cada domingo, e incluso los últimos sábados, cuando el pugilismo hizo su arribo sobre el panorama de los deportes televisados. Sobre el sofá los dos nos encontrábamos a la espera del primer asalto.
En el caso de las Olimpiadas no vió ningún fruto. Nunca me interesaron siquiera, los eventos de inauguración o de clausura. Escasamente guardo el recuerdo de un momento contundente de las competiciones, o de cuando alguno de los deportistas de la delegación mexicana luchó, contra todo, y pudo verse en la cima y con lágrimas de dolor placentero, escuchar el himno de mi país. No tengo memoria de lo que la imagen televisiva reflejaba.
Las Olimpiadas celebradas hace cuatro años en Beijing no fueron la excepción. Recuerdo brevemente lo espectacular de los fuegos artificiales, quizá cuando la clavadista Paola Espinoza logró su medalla. Pero aún siento la mano de mi padre, la fuerza con que tomó la mía y sus ojos abrirse con el mismo gesto con el que se se extienden los párpados de un chico de seis años. Mi memoria de ese momento, que ahora reconozco como instante de felicidad compartida, no es desplegada a partir de una imagen fija o de un video; sino ahora, cuatro años después, la imagen se despliega gracias a una sensación táctil, a un calor que en un sólo gesto resguardó su animada pasión por los deportes. También por un sentido nacionalista, que lo sé y me pesa, carezco.
Ese era mi padre y esa fuí yo. En ese momento las pantallas planas hacían su arribo con la fuerza deslumbrante del océano mercadotécnico. Nuestro televisor era uno de esos enormes cascos grises que ocupaban un lugar en la sala, como cualquier familia clase-media-baja. No había forma de pensar en la adquisición de una pantalla plana, pero eso no impedía la continuidad del deseo. Cada vez que íbamos a algún mall, papá se quedaba boquiabierto observando algún fragmento de la imagen de tradición helénica. Apabullado, no dejaba que me fuera y deseaba, aunque fueran sólo un par de minutos, compartirme su gozo experimentado a partir de ver a las chicas del Volleyball de playa -ese placer aún lo manifiesto- y sentir la promesa del fetiche de la mercancia, vuelto ímago. Para qué soñar con viajes si la claridad de la imagen te suspende el deseo.
Terminaron las Olimpiadas, pero no el deseo de tener una pantalla.
Unas semanas después, en plena depreciación del dolar y el euro, las ofertas por las mercancias no se hicieron esperar. Por el correo llegó la invitación de extender la deuda de mi padre en su almacén de confianza, del cual con orgullo decía ser cliente desde "hace cuarenta años". En ese momento una tarjeta de crédito nos conectaba a un mundo del cual mi padre me hizo párticipe. Ambos ejercitamos la condición fastasmagórica de la mercancía.
La siguiente semana, luego de un corto viaje, fuí recibida con una sonrisa tan suya. Era la mueca de travesura, de sentir un placer que se contrae entre la angustía y lo conquistado. Y ahí estábamos abyectos por la noticia de que había comprado un pantalla de 52". En ese momento me parecía algo monstruoso: su peor compra. Para restituir mi gesto -mismo que ahora observo totalmente fuera de lugar- el día de la Serie Mundial compró unas cervezas para mí pues el ya no podía beber. Vimos ese juego, el último de la serie el 29 de octubre, donde Philadelfia se llevó a casa, por segunda vez en la historia de la Serie, el trofeo tan merecido. Esa fue la última vez que juntos escuchamos el retumbar del bat haciendo un hit. La última vez que nos tomamos de la mano frente a su pantalla.
Han pasado cuatro años, tres Series Mundiales, tres Super Bowls, y de nuevo, otra Olimpiada. Hace cuatro años que no vivo en la casa de mis padres. Serán cuatro cuando papá salió a través de la puerta por ultima vez.
Mañana irá a ver a mi madre, la pantalla sigue comandando la sala. Nadie la prende. Papá no volverá.
Este año el evento celebrado en Londres logró un cambio en la inercia. El deseo extendido sobre el amor por mi padre se concretó al ver a Paul, su ídolo, en torno al piano y cantar con el mismo sentimiento Hey Jude: la imagen me devolvió el calor de la mano de mi padre. La escena se rebobina hasta el instante en que su mano me aprieta con tierna fuerza viendo otra vez las Olimpiadas. En ese instante, una mano se encontró con la mía, aplicando una fuerza, una carga distinta.
La inercia fue rota ante la promesa de un nuevo calor congregado, de nuevo, frente a una pantalla plana.
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