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El hotel ha sido uno de los grandes temas en la literatura universal. Sea como espacio donde transcurre la acción de la obra o incluso como un personaje, el hotel sigue siendo uno de los lugares más nombrados en la literatura contemporánea. Recuerdo el hotel con el que inicia su relato Bataille en su novela El azul del cielo, un lugar donde las prohibiciones quedan extraviadas tras la puerta del elevador; la candente violencia se sitúa en ese espacio liminal, donde la protagonista está inmersa en la transgresión de la vida burguesa.
Pienso que la particularidad del hotel recae en los sucesos que quedan atrapados en ese sitio. Todo lo que pase en esas cuatro paredes, queda resguardado para cuando la memoria desee sacar lo ocurrido: las acciones más gozosas, pero también las más dolorosas se dan cita en este lugar. Los amores pasados dan rienda suelta a su carnalidad frente a grandes espejos puestos frente o junto a la cama; los cristales de las regaderas se empañan al ritmo de los vapores que emanan de la escena. De igual forma los hoteles e incluso hostales que registran el paso del viajero, logran mapear sus experiencias en rutas que abarcan distancias medidas en millas, extensiones que logran alargar lo que se quiere dejar atrás.
El hotel articula esa conexión entre quien duerme, aunque sea una sola noche, y la experiencia que se rescata del lugar en turno. Nathalie de Saint Phalle en su libro Hoteles literarios destaca "el viaje no es a menudo sino una huida, mientras que la lectura es un viaje en sí." El hotel y la literatura para el viajero parecen ser las llaves para ese éxodo al centro de uno mismo. Paradojas del destino, por más que deseemos escapar, de todos y de nosotros mismos, en algún cruce de la ruta el lugar y la narrativa nos internan en el lugar que hemos dejado a kilómetros.
Sin embargo, existen también las experiencias de dolor y desasosiego que se delinean al atravesar la puerta del cuarto asignado. Sophie Calle lo detalla en su pieza Exquisite Pain, en la cual representa el dolor de la soledad y el desaliento experimentado al sostener una ruptura con su pareja quien la acompañó en un viaje de noventa y dos días. Sophie logra a través de la imagen relatar ese circuito de dolor que logra representar de diversas formas lo que ha repasando constantemente.
Si bien la globalización y las grandes cadenas de hoteles han desarticulado el concepto de intimidad, que en los viajes muchas veces se dibuja melancólica, los hoteles sin marca registrada siguen dejando una cicatriz profunda en la memoria de sus moradores. El dolor, el placer o simplemente el deseo de sentir unas sábanas que por una noche nos resguardaran del pasado o de la cotidianidad compartida, son los rasgos que atraviesan nuestra memoria a largo plazo.
Así desde la experiencia del viajero, del amante o simplemente de quien desea un refugio, el hotel es el espacio que sigue vigente en la memoria de cualquier cuerpo deseante.
Artefacto creado para desplazar todo aquello que no tendría ninguna otra oportunidad de ser compartido.
miércoles, 25 de abril de 2012
domingo, 15 de abril de 2012
La casa de los niños perdidos
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Ocurrió hace años, sin embargo aún mantengo un exacto recuerdo de los hechos. Todos entraban a su casa, los conocidos, los desconocidos, los que tenían un nombre, los que sólo tenían una hermosa sonrisa, de esas que te hacen recordar el ocaso de la felicidad y ahí estaba ella... La chica Gin gin, con su mirada colocada en el centro de la acción, sonriendo como si ya de antemano ella supiera lo que ocurriría luego de que se terminará la botella.
Fuera de ser una femme fatale, Gin gin simplemente giraba con el peso del tiempo de un lugar a otro, hasta que la pesadez de su cuerpo, aún informe, se constituyera con el peso de otro ser que deambulara por las mismas coordenadas donde sus delirios se encontraran.
Cada noche, las risas se escuchaban desde los diversos rincones de la casa. El chocar de los vasos y de las botellas eran la cantaleta: la canción de cuna de los invitados. Gin gin, la Wendy de los cuentos para niños, la lolita desfasada ya por el peso de las experiencias, aguardaba el instante para poder ver el ocaso, el que fuera, el de la ciudad, el de su vida; el de la fiesta y el de sus invitados, incluidos claro.
Sin embargo no hay ocaso digno de contar sin un preludio excitante, sin algo que nos conduzca al deseo de la explosión.
Ahí como en otra noche, la acción se concentraba en el vibrar de las cuerdas vocales de algunos que recitaban la oda a la felicidad infantil; las horas apremian cuando en la mesa ya sólo quedan dos cervezas y no hay los suficientes recursos para ir por la siguiente carga. Y ahí estaba ella, ahí con nosotros, viendo como la vida está a punto de aparecer para el fin que a cada uno le venga en gana, para sonreírse con ella y verla a la cara, para escupirla y pensar en lo que no será posible... o simplemente para esperar el cenit.
La música sonaba bien fuerte, como si los chicos se hubieran convertido en ancianos y no pudieran escuchar con claridad lo que ocurre en su entorno. Quizá son los acercamientos con el final lo que nos hace sentir más vivos y mientras sucede, a nadie le viene mal unos decibeles que nos hagan disipar el sentido de las palabras que pronunciamos mientras apuramos el trago en turno. Y así fue, hasta que sólo quedaba una cerveza, y cuatro chicos además de ella. Los otros yacían fundidos sobre la alfombra de la sala, como un conmovedor estampado de caritas soñolientas, babeantes incluso. Sus facciones formaban patrones de la inocencia encontrada de nuevo, sólo los seres más despreciables mientras duermen no poseen un rostro cuasi angelical. Los cuatro chicos esperaban la venida de los primeros rayos del sol, con un ojo viendo la botella y el otro en el centro de sus sueños, lo que hacía que uno a uno comenzará a balbucear lo que les haría felices. El sexo e incluso la fama, estuvieron presentes en el registro de la sonata atonal en plena madrugada. Afuera los sonidos de la noche empezaban a enrarecer la habitación, pues el mundo fuera de la casa era el significado de la pesadez del ser, la nula vida que aborda una patrulla y restringe el paso al deseo de vivir tranquilo. La cumbia de los tugurios cercanos y la oscuridad disipada por las luces, conducían a un deseo de no querer salir nunca de esa casa... pero la botella iba a la mitad.
Media caguama y todo el peso de la otra vida, la real, ingresaría con todas sus fuerzas hasta el lugar donde ellos yacían. Gin gin ya sentía ese calor que se difumina en toda la extensión de su cuerpo una vez reposado el liquido ambarino. La cálida sensación de sentir que el cuerpo no puede seguir flotando todo el tiempo, que necesita un ancla para sostenerse o por lo menos, otro cuerpo que comparta el agobio de ver pasar los años y no entender de qué demonios se trata esto.
Y entonces ocurrió, el chico de a lado dio un trago tan grande que sólo quedaba quizá un tercio de lo que le cabría a un vaso común; los otros dos lo miraron con recelo, primer síntoma de que el viaje de retorno comenzará en unos minutos, pero Gin gin miraba aún hacía adentro, estaba colocada.
Siguieron hablando, el gesto típico para alejar a la realidad o prolongar la existencia. Ya no tenía sentido el discurso, que si la poesía de fulanito, que las piernas de esa chica, -cúal, ¿la que iba con nosotros en la clase?- que si no hay futuro, que si mis papás no entienden las expectativas que tengo con mi escritura, -wey, ¿sigues escribiendo cuentos?-, que si las piernas de la chica estaban chidas, -qué te pasa, estaban medio chuecas- que si no lees a Joyce en inglés no lograrás entenderlo, y así se fueron vertiendo las últimas horas, hasta que Gin gin tomó la botella y luego de ese último trago, el amanecer entró por la ventana iluminándola, dejando traslucir el líquido ambarino que ella había tomado.
Yo salí del baño, los brillos despertaron a los demás que aún roncaban. Ella salió al balcón, miró la calle, con los barrenderos y la hora de las mañanitas de fondo y se fue levitando, lejos de la casa de los niños, dejándonos con la sensación de correr y escondernos.
Ocurrió hace años, sin embargo aún mantengo un exacto recuerdo de los hechos. Todos entraban a su casa, los conocidos, los desconocidos, los que tenían un nombre, los que sólo tenían una hermosa sonrisa, de esas que te hacen recordar el ocaso de la felicidad y ahí estaba ella... La chica Gin gin, con su mirada colocada en el centro de la acción, sonriendo como si ya de antemano ella supiera lo que ocurriría luego de que se terminará la botella.
Fuera de ser una femme fatale, Gin gin simplemente giraba con el peso del tiempo de un lugar a otro, hasta que la pesadez de su cuerpo, aún informe, se constituyera con el peso de otro ser que deambulara por las mismas coordenadas donde sus delirios se encontraran.
Cada noche, las risas se escuchaban desde los diversos rincones de la casa. El chocar de los vasos y de las botellas eran la cantaleta: la canción de cuna de los invitados. Gin gin, la Wendy de los cuentos para niños, la lolita desfasada ya por el peso de las experiencias, aguardaba el instante para poder ver el ocaso, el que fuera, el de la ciudad, el de su vida; el de la fiesta y el de sus invitados, incluidos claro.
Sin embargo no hay ocaso digno de contar sin un preludio excitante, sin algo que nos conduzca al deseo de la explosión.
Ahí como en otra noche, la acción se concentraba en el vibrar de las cuerdas vocales de algunos que recitaban la oda a la felicidad infantil; las horas apremian cuando en la mesa ya sólo quedan dos cervezas y no hay los suficientes recursos para ir por la siguiente carga. Y ahí estaba ella, ahí con nosotros, viendo como la vida está a punto de aparecer para el fin que a cada uno le venga en gana, para sonreírse con ella y verla a la cara, para escupirla y pensar en lo que no será posible... o simplemente para esperar el cenit.
La música sonaba bien fuerte, como si los chicos se hubieran convertido en ancianos y no pudieran escuchar con claridad lo que ocurre en su entorno. Quizá son los acercamientos con el final lo que nos hace sentir más vivos y mientras sucede, a nadie le viene mal unos decibeles que nos hagan disipar el sentido de las palabras que pronunciamos mientras apuramos el trago en turno. Y así fue, hasta que sólo quedaba una cerveza, y cuatro chicos además de ella. Los otros yacían fundidos sobre la alfombra de la sala, como un conmovedor estampado de caritas soñolientas, babeantes incluso. Sus facciones formaban patrones de la inocencia encontrada de nuevo, sólo los seres más despreciables mientras duermen no poseen un rostro cuasi angelical. Los cuatro chicos esperaban la venida de los primeros rayos del sol, con un ojo viendo la botella y el otro en el centro de sus sueños, lo que hacía que uno a uno comenzará a balbucear lo que les haría felices. El sexo e incluso la fama, estuvieron presentes en el registro de la sonata atonal en plena madrugada. Afuera los sonidos de la noche empezaban a enrarecer la habitación, pues el mundo fuera de la casa era el significado de la pesadez del ser, la nula vida que aborda una patrulla y restringe el paso al deseo de vivir tranquilo. La cumbia de los tugurios cercanos y la oscuridad disipada por las luces, conducían a un deseo de no querer salir nunca de esa casa... pero la botella iba a la mitad.
Media caguama y todo el peso de la otra vida, la real, ingresaría con todas sus fuerzas hasta el lugar donde ellos yacían. Gin gin ya sentía ese calor que se difumina en toda la extensión de su cuerpo una vez reposado el liquido ambarino. La cálida sensación de sentir que el cuerpo no puede seguir flotando todo el tiempo, que necesita un ancla para sostenerse o por lo menos, otro cuerpo que comparta el agobio de ver pasar los años y no entender de qué demonios se trata esto.
Y entonces ocurrió, el chico de a lado dio un trago tan grande que sólo quedaba quizá un tercio de lo que le cabría a un vaso común; los otros dos lo miraron con recelo, primer síntoma de que el viaje de retorno comenzará en unos minutos, pero Gin gin miraba aún hacía adentro, estaba colocada.
Siguieron hablando, el gesto típico para alejar a la realidad o prolongar la existencia. Ya no tenía sentido el discurso, que si la poesía de fulanito, que las piernas de esa chica, -cúal, ¿la que iba con nosotros en la clase?- que si no hay futuro, que si mis papás no entienden las expectativas que tengo con mi escritura, -wey, ¿sigues escribiendo cuentos?-, que si las piernas de la chica estaban chidas, -qué te pasa, estaban medio chuecas- que si no lees a Joyce en inglés no lograrás entenderlo, y así se fueron vertiendo las últimas horas, hasta que Gin gin tomó la botella y luego de ese último trago, el amanecer entró por la ventana iluminándola, dejando traslucir el líquido ambarino que ella había tomado.
Yo salí del baño, los brillos despertaron a los demás que aún roncaban. Ella salió al balcón, miró la calle, con los barrenderos y la hora de las mañanitas de fondo y se fue levitando, lejos de la casa de los niños, dejándonos con la sensación de correr y escondernos.
lunes, 9 de abril de 2012
Fragmentos II: ante la emergencia de nuevas propuestas estéticas.
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Cada cierto tiempo el mundo del arte nos integra a nuevas experiencias estéticas. La historia del siglo XX es la historia de una producción artística rica en propuestas que ayudaron a traducir los cambios sociales, políticos e incluso económicos de las diversas generaciones que hicieron eco más allá de las planicies intelectuales. Susan Sontag en su ensayo editado en 1965, Una cultura y la nueva sensibilidad, expresaba esta necesidad de encontrar no sólo nuevas formas estilísticas, sino también la emergencia de encontrar espacios y públicos que pudieran sumarse a los lenguajes revolucionarios; el quehacer artístico es denotado como una propuesta política donde resulta necesario romper con los ejes de representación sobre los cuales fueron cifrados los cimientos de la cultura occidental. Tres años antes de 1968, la propuesta de diversos creadores toma un rumbo que ayudó a determinar el contexto sociopolítico del mundo en general.
Contemporáneamente podemos leer la propuesta de Sontag con las mismas interrogantes y las mismas necesidades de aquel tiempo: romper paradigmas y enfrentarnos a la búsqueda de otras fronteras e intersticios que ayuden a configurar la cartografía social. En el caso de nuestra literatura, podemos ver a la escritura fragmentaria como una apuesta, nada nueva, por identificar la función del tiempo en el que nos encontramos. El fragmento encuentra en este instante una congruencia, no sólo estilística, sino social donde los lectores se encuentran más acostumbrados a leer mosaicos, recuadros que expresan la historia contemporánea. Valeria Luiselli en su novela Los ingrávidos (Sexto piso, 2011), señala que el mundo editorial pide novelas de largo aliento, sin embargo dado el tiempo en que vivimos, por ejemplo su personaje Narradora no tiene tiempo para escribir de otra forma, resulta una tarea exógena el poder escribir novelones.
No hablamos de escrituras mínimas, de microficciones, haikús o aforismos, sino de estructuras flexibles que se adaptan a las nuevas formas lingüísticas e incluso a las maneras de vivir cotidianamente. Parece ser que el público interesado en leer esta literatura se encuentra en los espacios urbanos donde el tiempo es un rizoma que si bien soporta todas las actividades a las cuales nos enfrentamos, la ramificación consigue concretar, aún en fracciones, un todo, un espacio social.
La experiencia estética que produce la literatura fragmentaria podría leerse incluso, como un soporte congruente con la forma de habitar el mundo, un lugar que suprime la experiencia e introduce al lector a una experimentación, concertándolo como un actor social.
Cada cierto tiempo el mundo del arte nos integra a nuevas experiencias estéticas. La historia del siglo XX es la historia de una producción artística rica en propuestas que ayudaron a traducir los cambios sociales, políticos e incluso económicos de las diversas generaciones que hicieron eco más allá de las planicies intelectuales. Susan Sontag en su ensayo editado en 1965, Una cultura y la nueva sensibilidad, expresaba esta necesidad de encontrar no sólo nuevas formas estilísticas, sino también la emergencia de encontrar espacios y públicos que pudieran sumarse a los lenguajes revolucionarios; el quehacer artístico es denotado como una propuesta política donde resulta necesario romper con los ejes de representación sobre los cuales fueron cifrados los cimientos de la cultura occidental. Tres años antes de 1968, la propuesta de diversos creadores toma un rumbo que ayudó a determinar el contexto sociopolítico del mundo en general.
Contemporáneamente podemos leer la propuesta de Sontag con las mismas interrogantes y las mismas necesidades de aquel tiempo: romper paradigmas y enfrentarnos a la búsqueda de otras fronteras e intersticios que ayuden a configurar la cartografía social. En el caso de nuestra literatura, podemos ver a la escritura fragmentaria como una apuesta, nada nueva, por identificar la función del tiempo en el que nos encontramos. El fragmento encuentra en este instante una congruencia, no sólo estilística, sino social donde los lectores se encuentran más acostumbrados a leer mosaicos, recuadros que expresan la historia contemporánea. Valeria Luiselli en su novela Los ingrávidos (Sexto piso, 2011), señala que el mundo editorial pide novelas de largo aliento, sin embargo dado el tiempo en que vivimos, por ejemplo su personaje Narradora no tiene tiempo para escribir de otra forma, resulta una tarea exógena el poder escribir novelones.
No hablamos de escrituras mínimas, de microficciones, haikús o aforismos, sino de estructuras flexibles que se adaptan a las nuevas formas lingüísticas e incluso a las maneras de vivir cotidianamente. Parece ser que el público interesado en leer esta literatura se encuentra en los espacios urbanos donde el tiempo es un rizoma que si bien soporta todas las actividades a las cuales nos enfrentamos, la ramificación consigue concretar, aún en fracciones, un todo, un espacio social.
La experiencia estética que produce la literatura fragmentaria podría leerse incluso, como un soporte congruente con la forma de habitar el mundo, un lugar que suprime la experiencia e introduce al lector a una experimentación, concertándolo como un actor social.
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