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En otros momentos he hablado sobre la mediana salud, casi buena, con la que cuenta la literatura de mi generación. Cada día mi optimismo crece más pues me encuentro inmersa en una casa donde veinticinco escritores en ciernes, vamos desplegando nuestros mundo paralelos. Casi nunca hablo de mi experiencia en la Fundación para las Letras Mexicanas. Prefiero llamarla casa de escritores. En estos meses y en mi sexo fortuito con el teclado y la pluma, me he topado con diversas formas de recrear la lengua, bajo la idea de la literatura como la invención de una lengua dentro de la lengua. Si no somos cápaces de crear la poiesis, qué seríamos, sino unos esquizofrénicos que dicen que escriben y no pasan de insertar documento nuevo, que leen y nunca pasan de la página 2 de la primera parte de En busca del tiempo perdido de Proust, a lo mejor de las primeras 10 páginas de 2666. Seríamos como ese cuento de Monterroso, Leopoldo y sus trabajos, nunca podríamos escribir y, sin embargo nos llamaríamos elegantemente escritores.
El cómo una se hace escritora, sigue siendo todo un misterio. No podría explicar en qué momento ocurrió, sólo sé que un buen día tomé mis cosas, me despedí de la academía y comencé a trasladar mis historias a hojas de papel. Así, sólo así. No es raro ese camino, Susan Sontag hizo la misma cosa e incluso apunta que al final, sentía que la academía no la dejaba expandir sus ideas. Sin embargo no deseo hablar de falsas dicotomías, mucho menos de correspondencias erróneas, uno es escritor y ya. A lo mejor, la única primicia que tengo es la invención del escritor en la medida en que a diario, como cualquier otro oficio, la construye sin parar, hasta que una buena noche, si es posible con ginebra o un shiraz, Thelonius Monk de fondo y un par de gatas coquetas y festivas, consigues tu propia vida, la escritura como el único fin.