lunes, 21 de mayo de 2012

Amor que se mide en calles...

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Parece increíble que durante más de ocho años me he dedicado a hablar sobre la ciudad. Cuando dimensiono lo que he hecho en sus múltiples espacios e intesticios, evidentemente no me parece tan arriesgado pronunciar para ella un amor tan desafiante como el que se le ofrece a un o una amante que en el fondo, se sabe su pérdida. La única primicia que tengo es que de ella no podré zafarme nunca... mejor así.
En ella he pasado mis grandes gozos, en sus avenidas disfruté de la compañia paterna relatándome sus historias sobre su infancia. Sobre las vitrinas de sus dulcerías experimenté el noble deleite de llevarme a la boca la primera pepitoria, tan dulce como la que relata Gonzalo Celorio en su novela,  Y retiemble en sus centros  la tierra. Al interior de sus cantinas he dejado mis vociferantes carcajadas y también mis memorias con sal de tristeza que escarchan  una bola oscura y fría. En los espejos de sus hoteles contemplé los primeros planos de la penumbra amorosa, por sus almacenes se ha deslizado mi hálito capitalista, incluso lumpenburgués y en sus librerias aprendí la condición del verdadero amor al compartir con mi padre los primeros rasgos del deseo de ser escritora. Una experiencia en general quizá alejada de mi generación; puede que en mi memoria existan más lugares e imágenes, pero lo cierto es que son las únicas que edifican una conexión fuerte en mi tránsito vital.
No podría ser de otra forma. Y aunque en mis textos un recubrimiento negro envuelve el deseo constante de quererla poseer, entiendo que debo ejercer la educación sentimental que he obtenido desde mi adolescencia de Patti Smith, déjala libre, si regresa, es tuya. Es cuando pienso que cargo en el cuerpo, en mis residuos, en mis letras, la dádiva del amor que siempre está en falta, esa misma que me hace extrapolar mi deseo, mis fantasías hasta materializarlas en lo único que me pertenece, aunque sea por un breve tiempo, mi escritura.

lunes, 14 de mayo de 2012

Frente a la búsqueda de la libertad soberana

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Sobre una libertad soberana II

En tiempos caóticos como los que vivimos desde el inicio, las inseguridades abundan en el plano del conocimiento social, así como en el de nosotros mismos. Nada nuevo se vislumbra en el panorama de las intersubjetividades: al parecer una de las muestras que marcan la fractura de los diversos procesos de conocimiento es la falta de libertad que el actor social tiene para exponer, de manera deliberada, su verdadera posición frente al mundo.
George Bataille nunca se equivocó en dilucidar las formas de extrañamiento que produce la verdad sobre la condición humana. Desde una percepción hegeliana, la búsqueda por dicha verdad fue para Bataille una necesidad de primer orden, al observar luego de dos hechos históricos altamente violentos y deshumanizantes, el componente social del interdicto y la ruptura. Nadie quiere aceptar que en nosotros convive la parte maldita, el deseo y la pulsión de violencia, como también nos cuesta trabajo aceptar la cuestión del amor y la conciencia de lo bello, aún en lo terrible.
Es posible observar desde sus textos, ya de por sí clásicos, el  terror que produce la autoaceptación y sobre todo el poder vivir tranquilos, incluso felices con ello. Desde el instante que el buen George escribió El erotismo, han pasado casi sesenta años, tiempo donde las cosas han tomado un relieve nada alentador. No sólo en cuanto a la condición de la subjetividad respecto a la transgresión, sino en sí respecto a la biopolítica tan bien concertada por Foucault.
La condición del hombre, mujer, respecto a su psique y su cuerpo, conlleva un trabajo de reconocimiento e incluso de exposición frente al otro, nódulo integrador para que se lleve a cabo el interdicto y la transgresión. Desde luego que la socialización de dicho conocimiento o reconocimiento, recrea muchas veces el miedo de no poder ser comprendido, incluso el de poder ser parte de la comunidad, en un nivel de aceptación total. Somos lo que hay, y así como es expuesto de una forma particular en la película de Jorge Michel Grau, la imagen de lo que realmente podemos llegar a ser, hasta la última consecuencia, puede volvernos objeto de morbo, asco o una total incomprensión.
Al final, en el rescoldo de nuestra conciencia no debemos de dejar de lado lo que nos conforma como seres sociales: lo bueno, lo malo, las cicatrices, los llantos, las alegrías y la búsqueda perpetua del yo es un hecho al que no podemos darle la espalda.
La libertad soberana es uno de los retos que como colectividad deberíamos de tomar en cuenta, ésta se cifra en el pleno reconocimiento de quienes somos y, uno de los elementos primigenios es la conciencia del cuerpo en que nacimos y del que nosotros con la experiencia de vida vamos construyendo.  Guadalupe Nettel en su novela El cuerpo en que nací, lo expone con la mayor sensibilidad y sosiego que cualquiera de su generación en México:


El cuerpo en que nacimos no es el mismo en el que dejamos el mundo. No me refiero sólo a la infinidad de veces que mutan nuestras células, sino a sus rasgos más distintivos, esos tatuajes y cicatrices que con nuestra personalidad y nuestras convicciones le vamos añadiendo, a tientas, como mejor podemos, sin orientación ni tutorías.

Las palabras de Nettel rescatan entonces, ese halo de aceptación de nosotros mismos como entes que requieren ante todo, la autoaceptación para poder entonces entablar las relaciones, acuerdos, prácticas y sobre todo, la práxis de la libertad soberana, que tantas veces queda traspuesta bajo la túnica del deber ser. El cuerpo en el que nací es un cuerpo recubierto de cicatrices que conllevan a una memoria de lucha y búsqueda por la felicidad y el conocimiento: así soy y así desde mi percepción social, me represento.